Por Sebastián Chilano (*)
Izmir
Mientras nos alejamos del auto, porque los soldados al llegar a la escollera nos obligaron a bajarnos y avanzar a pie, me reconforto con una idea insustancial: imagino que encontraremos un barco magnífico procedente de Izmir, y que su tripulación, compuesta de mercaderes otomanos y esclavos ávidos de sol, nos recibirá a disgusto. Imagino una veintena de marineros a bordo, ataviados con andrajos de tintes dispares, exhaustos y presurosos, y me figuro que sus caras fieras, arrugadas por el salitre y el sol, ocultas detrás de sus barbas, nos harán estremecer. Pero nada nos hará temer tanto como sus ojos: caminaremos entre los marineros al acecho de los ojos más claros del mundo, atiborrados de un influjo indescifrable.
Juárez me habla y el ensueño se desvanece. No escucho lo que dice, pero entiendo el temor de sus palabras. Me doy vuelta y miro hacia el auto, apenas nos alejamos veinte pasos y ya uno de los gendarmes ilumina el interior del coche. Juárez me mira y nos detenemos. La linterna que el gendarme sostiene alumbra, imagino, los asientos, el piso y la guantera. Otro gendarme pega la cara contra el vidrio y sigue el recorrido incierto de la luz.
Juárez me agarra del brazo.
–Sigamos –me pide.
–¿Qué buscarán?
–No lo sé. Olvidémonos del auto –dice Juárez.
La noche se cierra sobre nosotros. Las nubes cargadas de lluvia se prolongan en una niebla fina y forman un cielo tan bajo que los mástiles se pierden en la oscuridad. Un halo de luz, que viene de la linterna a nuestras espaldas, ilumina nuestro camino inventándole al cuerpo la sombra que la tormenta le niega.
–Vamos –me dice Juárez, nervioso.
La verdad
Cuando el soldado apaga la luz, desentendiéndose de nosotros, Juárez ya no necesita apurarme. Todo es real. Tan real que meto el zapato en un charco y al salpicarme embarro el pantalón.
–¿Qué buscarían? –insisto en preguntar.
Juárez no contesta.
–No hay nada en el auto –insisto.
–Si al menos no lloviera –dice, en cambio, y en la monotonía de la voz castellana el mundo vuelve a su siglo, y la maravilla a lo real.
El barco que buscamos no zarpó de Esmirna –ni aunque se siguiera llamando Izmir– sino que partió del Port-Au-Prince, en las Antillas, hizo escala en Brasil, y finalmente llegó a nuestras costas. Su tripulación no empuña cimitarras, porta armas automáticas. La verdad cuando es simple, casi es desleal; pero si le negáramos el derecho de simplificar, ¿qué nos quedaría para darle a la mentira?
Ulises
Aminoramos la marcha para leer los nombres de los barcos. La diversidad enriquece la búsqueda. Las letras pertenecen a un alfabeto distinto a cualquier otro, a un idioma universal que no puede tener sentido en el puerto pero que sin duda lo tiene mar adentro. Pienso que sólo un dios puede leer la historia escrita en las quillas, y no cualquier dios: una deidad profana, herética y conocedora de un códice ajeno a los hombres. Comprendo, también, que sólo un necio como Odiseo pudo contarle orgulloso a Circe que rellenó sus oídos de cera para no escuchar a las sirenas cuando se atrevieron a revelarle el sentido del códice. Para las mujeres que despojaron el gran secreto a su custodio, el dios del mar, ¿cuál habrá sido el castigo de Poseidón ante la rebeldía? ¿Cuál habrá sido el destino de las conjuradas? ¿Cuán honda habrá sido la pena de las sirenas que desafiaron a su padre para ayudar al mortal que las desoyó, ignorándolas?
Elzevir
Entramos en un sector del puerto desconocido. Se alternan, sin aviso, embarcaciones impetuosas con otras que no merecerían ni una caleta para atracar. Las farolas ralean y acrecientan la oscuridad. Los albatros se mueven, dan saltos y graznidos en las sombras cómplices de su hambruna.
–Parece que estuviéramos perdiéndonos en el tiempo –me dice Juárez, y por un momento es cierto.
–La búsqueda de un hombre muerto hace cuatro siglos necesita más de esa sensación que de la cordura –contesto.
Juárez se detiene. La lluvia se enmaraña en su pelo corto y enrulado, y cae, ondulante, surcando las arrugas hacia los párpados de su cara de toro.
–Frente a Elzevir no opinarás lo mismo –dice Juárez.
No contesto. En las tinieblas encontramos aquello que tanto temíamos: un sin fin de barcos, un laberinto de monstruos marinos y sus corazas herrumbradas. Hay barcos de todas las formas. Los hay unos listos para zarpar y otros escorados pero aún firmes. Los hay indolentes y derruidos, con muescas insalvables. Algunos se ven presurosos y otros lánguidos como anémicos cadáveres de acero. Eso sí, todos los barcos parecen estar habitados. A bordo, protegidos por las planchas de metal y la luz mortecina del encierro, se esconden las caras de marineros sin anhelo de tierra alguna. Nos ven pasar, la mayoría indiferentes, pero no ajenos: en el fondo todos recelan de una presencia extraña. En la superficie o en las bodegas, los hombres se mueven sigilosos y hacen parpadear las luces sucias al taparlas con sus cuerpos. Se dice en la ciudad que la mayoría de los buques están ocupados por prófugos o inmigrantes ilegales: la gran parte de los marinos no son argentinos, son rusos o chinos, hombres extraños que, condenados al exilio, optan por hacer de los pañoles sus hogares. También se dice que los navíos ya no existen. Que el cementerio de barcos fue desmontado, que las chapas fueron recicladas y las cuerdas quemadas, y que los días de bruma, de frío y soledad, se puede volver a ver las cubiertas de los barcos en todo su esplendor, con sus luces tenues y sus muertos vestidos con prolijidad y esmero, fantasmas tercos en la espera de zarpar.
El nombre de las mujeres
Juárez se detiene frente a un barco llamado Nepente. Un foco ilumina el nombre y vemos la lluvia entre la luz y la letra. Un albatros bate las alas en la oscuridad y el ruido, seco, inútil porque las alas no elevan su cuerpo, nos invita a reanudar la marcha.
–Es curioso el nombre de algunos barcos –me dice Juárez.
–Los barcos tienen, en su mayoría, nombre de mujer.
–Las flores también –me contesta.
–No creo –lo corrijo–. A las mujeres les dan sus nombres tomándolos de las flores.
Las tumbas
En silencio llegamos a la parte vieja del puerto. El camino se satura de piedras gastadas de las que emana el mismo olor que antes salía sólo del mar. Hay, también, innumerables máquinas abandonadas y entre los aparejos, las sogas, las redes, y los restos de cubiertas sueltas, nos abrimos paso con una dificultad creciente. Tanto es así que sin darme cuenta piso una piedra y resbalo, aunque logro mantener el equilibrio.
–Hay que tener cuidado –dice Juárez.
La piedra que me hizo resbalar tiene una fosforescencia amarillenta o verdosa. Una capa de grasa se adhiere a mis dedos al tocarla. Miro a mí alrededor. Todas las piedras comparten el mismo fulgor.
–Las piedras son tumbas –digo.
Juárez no me presta atención.
–O el cimiento de las tumbas que se construirán.
Juárez se adelanta e intenta no pisar los hierros corroídos de la quilla de un antiguo barco sacado del mar y emplazado a modo involuntario como un panteón principal en medio de las rocas.
–Las piedras son los altares en que los pescadores sacrifican a los peces arrancados inmaduros del mar.
Pero Juárez sigue sin prestarme atención, o al menos eso creo hasta que me habla:
–Este lugar no es agradable –me dice–. Su monotonía es tediosa. En otras circunstancias no niego que el paseo tendría un nostálgico atractivo turístico, o teatral, o antropológico. –Señala las piedras–. La luz es el reflejo de la matanza, los que filetean al aire libre tienen tanta grasa como la que sacan de sus pescados. Las piedras brillan por los cuchillos que enfrentan el hambre, no para réquiems artificiosos. No hay que olvidarlo: esta noche no nos guía una simple curiosidad, sino el destino.
(*) Fragmento de los primeros capítulos de su última novela de reciente aparición, “En tres noches la eternidad” (Vestales).